Durante
los últimos años, las últimas décadas, mi vida ha trascurrido en un continuo donde
pasado y futuro convierten el presente en una transición que deja pocas
oportunidades a la sorpresa. Hasta tal punto que me he vuelto alérgico a ésta.
No me gustan las sorpresas, seguramente porque la mayor de las veces, se han
mostrado más negativas que positivas respecto a mi expectativa. Debo ser
excesivamente optimista y confiado.
Uno
se esfuerza tanto en ser serio y fiable que el pasado condiciona cualquier
acción presente y por tanto, al ser tan previsible, el entorno (tanto amigo
como enemigo) moldea tu comportamiento y restringe tu libre albedrío, limitando
la senda de tu futuro. Es lo que llaman ser formal y consecuente.
Parece
normal que al cumplir años la vida te encauce por el ramal más aburrido posible
de tu propia existencia. Desde la administración hasta tu propio ámbito se asume
que tu porvenir es predecible y casi tan inapelable como la caja de pino.
No
me apetece para nada agotarme en recorrer esta estéril y desierta estepa que
agosta las ilusiones y acaba matando de hastío. Necesito desbordarme, salirme
del cauce y remontar la corriente tomando afluentes que olvidé a mi paso, beber
de sus fuentes y dejarme llevar nuevamente, conocer inéditos rápidos y
remansos, sentirme capaz de afrontar finalmente la cascada que me ha de
convertir en rugido y espuma, en fuerza y nube.
Un
día no tiene porqué ser tan parecido al siguiente y la vida misma no tiene
porqué ser un manido flujo de aconteceres tan pronosticables que se pretenden
inevitables. Es más; algún día nos apagarán la luz y, a fuerza de buscarle
sentido a la vida, todo dejará de tener sentido.
Voy
a intentar virar y, aunque sea de bolina, tomar un nuevo rumbo que permita un enfoque
menos trillado que aporte nuevas oportunidades y diluya mi temor a la sorpresa.
Siento que debo hacerlo y de forma urgente, a corto plazo.
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