sábado, 18 de diciembre de 2027

Padre



Yo tenía ocho años. Te encontré en la cocina preparando tu desayuno, mientras hojeabas un periódico de atrasadas fechas. Había oído tus pasos en el pasillo y decidí levantarme para sentirte cerca, un día más. Luego era demasiado tarde. Desaparecías en tu quehacer diario y como mucho te volvía a ver entre sueños, con el beso de la noche. Fijé mis grandes ojos pueriles en tu espalda y te volviste con la singular tranquilidad que te caracterizaba. Tenías aquella forma de moverte parsimoniosa y afable. Yo me sentía seguro a tu vera. Transmitías paz y seguridad. Te quería, con la profundidad de un alma perdida en la confusión de una infancia agonizante donde despuntaban los desequilibrios de una pujante adolescencia; y te sigo queriendo. Estés donde estés.
“Hola, buenos días jovencito”. Yo seguí mirándote silencioso. “¿Quieres un vaso de leche?” Yo era incapaz de expresar el remolino de pensamientos que se agitaban en mi mente pueril y adormecida. Mi respuesta estaba en otro lugar. Era incapaz de expresar una respuesta coherente con tu pregunta y mis ideas. Tu sonrisa, tu mirada atenta e inteligente formulaban una pregunta mucho mas allá de tu propuesta. Quizás en esto se resume la relación entre un hijo y su padre. Nunca supe como explicarte mi indecisión y mis dudas. Mirándote, renunciaba a mostrarte mi egoísmo y mis incertidumbres. A menudo pienso que hubiéramos podido vivir más próximos, más cercanos y con mayor comprensión si yo me hubiera esforzado en abrir mi pequeño corazón que blindaba con esfuerzo para no sufrir más daños. No comprendí hasta mucho más tarde que la vida es asumir el dolor, la duda y el placer con igual mesura y entereza. Era, y probablemente siga siendo, poco valiente por no decir bastante cobarde, ante la pena y el desconsuelo.
El día anterior nos habías anunciado, a mi hermana mayor y a mí, el inminente nacimiento de nuestra futura hermanita, arrebatándome de sopetón mi credencial del menor, el pequeño, el benjamín, con sus inherentes y valiosos privilegios. Hoy me ofrecías un vaso de leche sin sospechar el volcán de sentimientos que habías despertado en mi débil identidad. La ilusión, el temor y la incertidumbre formaban un amasijo inextricable que yo ni conseguía esclarecer ni expresar. Me atemorizaba el cambio de vida que ello, sin duda suponía. Perder referencias cuando aún no tienes fijadas las mínimas vitales es, cuanto menos, sobrecogedor. Un cambio de familia, de jerarquías, probablemente de vivienda, de país, de vecinos, de colegio, de ciudad...
Supiste adaptar la transición a nuestra edad desdeñando la tuya. Diste tiempo a nuestros tiempos. Seis años es mucho tiempo, mucha delicadeza, dedicación y generosidad.
Hoy, rebuscando en los tesoros de nuestros momentos vividos, debo agradecerte el abrazo que aquel día me ofreciste sin requerir explicación alguna a mi enigmático mutismo. El bálsamo de tu incondicional querer fue mi salvación. Hoy tengo en mi memoria el calor de aquel instante que irradia mi presente y permanecerá en mi corazón hasta que deje de latir.

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