Yo tenía ocho años. Te encontré
en la cocina preparando tu desayuno, mientras hojeabas un periódico de atrasadas
fechas. Había oído tus pasos en el pasillo y decidí levantarme para sentirte
cerca, un día más. Luego era demasiado tarde. Desaparecías en tu quehacer diario y como mucho te volvía a ver entre sueños, con el beso de la noche. Fijé mis grandes ojos pueriles en tu espalda y te volviste con la singular
tranquilidad que te caracterizaba. Tenías aquella forma de moverte parsimoniosa
y afable. Yo me sentía seguro a tu vera. Transmitías paz y seguridad. Te quería,
con la profundidad de un alma perdida en la confusión de una infancia agonizante
donde despuntaban los desequilibrios de una pujante adolescencia; y te sigo
queriendo. Estés donde estés.
“Hola, buenos días jovencito”. Yo
seguí mirándote silencioso. “¿Quieres un vaso de leche?” Yo era incapaz de
expresar el remolino de pensamientos que se agitaban en mi mente pueril y
adormecida. Mi respuesta estaba en otro lugar. Era incapaz de expresar una
respuesta coherente con tu pregunta y mis ideas. Tu sonrisa, tu mirada atenta e
inteligente formulaban una pregunta mucho mas allá de tu propuesta. Quizás en
esto se resume la relación entre un hijo y su padre. Nunca supe como explicarte
mi indecisión y mis dudas. Mirándote, renunciaba a mostrarte mi egoísmo y mis
incertidumbres. A menudo pienso que hubiéramos podido vivir más próximos, más
cercanos y con mayor comprensión si yo me hubiera esforzado en abrir mi pequeño
corazón que blindaba con esfuerzo para no sufrir más daños. No comprendí hasta
mucho más tarde que la vida es asumir el dolor, la duda y el placer con igual
mesura y entereza. Era, y probablemente siga siendo, poco valiente por no decir
bastante cobarde, ante la pena y el desconsuelo.
El día anterior nos habías
anunciado, a mi hermana mayor y a mí, el inminente nacimiento de nuestra futura
hermanita, arrebatándome de sopetón mi credencial del menor, el pequeño, el
benjamín, con sus inherentes y valiosos privilegios. Hoy me ofrecías un vaso de
leche sin sospechar el volcán de sentimientos que habías despertado en mi débil
identidad. La ilusión, el temor y la incertidumbre formaban un amasijo
inextricable que yo ni conseguía esclarecer ni expresar. Me atemorizaba el cambio de vida que ello, sin duda suponía. Perder referencias cuando aún no tienes fijadas las mínimas vitales es, cuanto menos, sobrecogedor. Un cambio de familia, de jerarquías, probablemente de vivienda, de país, de vecinos, de colegio, de ciudad...
Supiste adaptar la transición a nuestra edad desdeñando la tuya. Diste tiempo a nuestros tiempos. Seis años es mucho tiempo, mucha delicadeza, dedicación y generosidad.
Supiste adaptar la transición a nuestra edad desdeñando la tuya. Diste tiempo a nuestros tiempos. Seis años es mucho tiempo, mucha delicadeza, dedicación y generosidad.
Hoy, rebuscando en los tesoros de
nuestros momentos vividos, debo agradecerte el abrazo que aquel día me
ofreciste sin requerir explicación alguna a mi enigmático mutismo. El bálsamo
de tu incondicional querer fue mi salvación. Hoy tengo en mi memoria el calor
de aquel instante que irradia mi presente y permanecerá en mi corazón hasta que
deje de latir.
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